3 segundos

Greta suspiró antes de dar el siguiente paso. Ya no sentía miedo, ni dolor, ni enojo, ni frío. Sólo miró hacia el cielo para engañar su instinto y lo vio tan, tan cerca que sonrió. Lo siguiente no supo si interpretarlo como el único acto de valentía de su vida u otro de los tantos ímpetus de pusilanimidad. Vio entonces las nubes esconderse a sus espaldas y el granito apresurarse ante sus ojos; sintió el viento rozar su rostro con aspereza, en su cabeza el peso de sus recuerdos más horrendos y la liviandad mística del resto de su humanidad. Una lágrima fugitiva surcó su mejilla izquierda de abajo hacia arriba y un mudo suspiro encontró refugio en sus casi sordos oídos. De nuevo volvieron el frío, el enojo, el dolor y el miedo. Ya no hubo sonrisa, ni lágrimas, ni suspiros, ni nubes, ni viento, ni granito. Sólo el súbito y macabro sonido de sus huesos astillándose y la acuosidad magenta de sus entrañas desparramadas dos metros a la redonda en la esquina de la calle 13 con 167. Tenía 31 años y una existencia con la que decidió no cargar nunca más.

Mar-k

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