Carlos Arturo sálió del bar a las 10:00 p.m. y caminó sin rumbo unas dos cuadras. Su aparatoso desplazamiento sobre la acera asustó a un par de niñas que estaban en la esquina del parque quienes huyeron despavoridas al verlo aproximarse. Hizo un esfuerzo por ver la hora en su reloj, pero en su estado no pudo notar más que cientos de manecillas moverse de un lado a otro sin sosiego, así que desistió. En la esquina se detuvo junto a una lámpara del alumbrado público intentando buscar una señal que le indicara su paradero. "San Fernando con la 94" afirmó y dobló hacia el sur ya seguro de que su rumbo era el correcto. Una mujer semidesnuda se le acercó e intentó abrazarlo y darle un beso en la mejilla, pero el la rechazó con un rotundo "No me toques" y siguió.
Continuó caminando hasta que de nuevo se percató de que estaba perdido. Había llegado a otra esquina, oscura y solitaria, y se paró nuevamente bajo la luz de otra lámpara, "Hijueputa, hombre!" fue lo único que salió de su boca y se sentó en la acera esperando sentirse mejor.
A lo lejos escuchó el chillar de las llantas de un automóvil y a sus espaldas pudo advertir que alguien se aproximaba. Al principio creyó que era aquella mujer otra vez, así que le gritó sin voltear: "¡Que me dejes tranquilo, yo no tengo plata!". Una voz masculina le respondió : "Hola, Charlie". Carlos se incorporó de inmediato y se volvió para ver el rostro de quien le hablaba. "¿Quién es?" preguntó mientras entornaba los ojos y trataba de bloquear la luz de la lámpara con su mano derecha para poder tener una visión más clara de su interlocutor. "Soy quien soy" fue la respuesta esta vez del misterioso hombre. "¿Germán?" creyó reconocer al amigo con quien había estado en el bar, pero no era él. Por fin, entre aquellas sombras pudo divisar a un hombre de estatura media, vestido con una gabardina negra no más abajo de las pantorrillas y con un pequeño sombrero de ala angosta que a pesar del tamaño acentuaba aun más la oscuridad que protegía su rostro. Carlos se aproximó un poco más a él para reconocerlo, pero de inmediato retrocedió al ver su faz iluminada por dos enormes e incandescentes ojos "¡VETE A TU CASA YA, GÜEVÓN!. QUE TE VAN A MATAR AQUÍ!" rugió el extraño con una voz ajena a este mundo. Carlos dió un salto de pavor y sin esperar huyó espantado calle abajo olvidando su borrachera. Corrió tan rápido que sintió que sus pies no tocaban el suelo y en algún momento durante su huída giró su cabeza para ver que el hombre había desaparecido de la ahora lejana esquina y pudo reconocer en ella a aquella mujer que había intentado abordarlo momentos antes. Ella lo divisó en la distancia y se sintió frustrada "Qué maricada!" fue lo único que dijo mientras volvía a guardar en su bolso una rústica navaja de mango rojo con una cruz blanca impresa. Acto seguido se fue.
Carlos sólo fue conciente de lo mucho que corrió cuando se detuvo casi sin aliento en un árbol afuera de una enorme casa blanca de dos pisos sobre cuya puerta estaba empotrada la nomenclatura "Calle 64 N 39-91". Era la casa de sus vecinos. Jadeando como un perro sacó las llaves de su bolsillo y dio cinco pasos hasta la entrada de su casa. Giró con dificultad la llave amarilla y segundos más tarde estuvo adentro. En la sala se desplomó víctima de la resaca y el cansancio sin perder el conocimiento. Con el estruendo despertó a su madre quien dormía en el segundo piso. "¿Charlie?, ¿estás bien?". Ella se arrodilló para socorrerlo y él se abalanzó sobre ella llorando "¡Me espantaron, mamita!". Ya en el sofá y luego de contarle toda la historia sólo hubo una respuesta de su parte "Fue un ángel. Eso es para que no andes por ahí a estás horas. Dormite ya que vas a despertar a tu papá". Él no lo creyó así, pero sintiéndose ya seguro en casa se durmió en el sofá.
Su madre lo sacudió a las 6:oo a.m. Estaba pálida y con los ojos desorbitados "Charlie!, Charlie!. Ayúdame! Subí a la pieza que creo que a tu papá le pasó algo. Lo llamo y lo llamo y no se despierta". Con la misma prisa con la que había corrido la noche anterior Carlos saltó del sofa y subió hacia el segundo piso derribando todo lo que encontró a su paso. Su madre se llevó las manos al pecho frente al primer escalón, no sólo por el temor de que algo malo podía haberle pasado a su esposo, sino también porque entre las cosas que Carlos acababa de derribar, había varios cuadros con viejas fotos familares enmarcadas que decoraban las paredes de las escaleras. En uno de ellos estaban ella y su esposo, muy jovenes aun. Ella vestía un hermoso vestido blanco en algodón y cintos rojos de finales de los 40 y él usaba un sombrero Fedora oscuro y una enorme gabardina negra hasta las pantorrillas.
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